viernes, 7 de marzo de 2008

Breve historia del concepto de "persona"

El término latino persona deriva de la voz griega prosopon (prósôpon), máscara, máscara que cubría el rostro de un actor al desempeñar su papel en el teatro. Persona significó también “sonar a través de algo”, “hacer resonar la voz”, como la hacía resonar el actor a través de la máscara, y también significó “desempeñar un papel”. El vocablo persono también fue usado en el sentido jurídico como “sujeto legal”, sentido que se empleó en el derecho judío para el “patriarca” (propietario de bienes y esclavos) y en el derecho romano para los ciudadanos romanos plenos o ciudadanos romanos aliados. Ha sido muy discutido si los antiguos griegos tuvieron o no una idea de la persona en cuanto “personalidad humana”: si bien los griegos no elaboraron una noción de persona tan precisa como los autores cristianos, podemos afirmar que concibieron el ser del hombre como “parte del cosmos” o “miembro del Estado-ciudad”. Las escuelas helenísticas, como los epicúreos o los estoicos, buscaron también para el hombre una subjetividad propia pergeñada de una conducta intelectual y de una moral determinadas. La noción de persona dentro del pensamiento cristiano fue elaborada, por lo menos en su origen, en términos teológicos, a menudo por analogía con términos o conceptos antropológicos. En la noción participaron los teólogos que precisaron los dogmas establecidos en el Concilio de Nicea, en el que una de las cuestiones principales debatidas fue la cuestión de la relación entre “naturaleza” y “persona” en Cristo. Uno de los primeros autores que desarrolló la noción de persona en el pensamiento cristiano fue San Agustín, que, refiriéndose a las personas divinas, afirmó que no podían ser consideradas como simples substancias (impersonales) en el sentido “clásico” del término “substancia”. Boecio definió persona como “una substancia individual de naturaleza racional”. San Anselmo aceptó la definición de Boecio y subrayó el contraste entre “persona” y “substancia”: “persona refiere a una naturaleza racional individual, mientras que substancia se refiere a los individuos, la mayor parte de los cuales subsisten en la pluralidad”. Santo Tomás sostuvo que los individuos de naturaleza racional poseen, como primeras substancias, un nombre que los distingue de todas: el nombre “persona”. A diferencia de ‘hipóstasis’ (del griego hipokeimenon), la subsistencia, que designaba también a la persona -pero que acabó por referirse a la substancia como soporte de los accidentes-, ‘persona’ designaría el soporte individual racional. Los filósofos modernos tampoco eliminaron los elementos metafísicos implícitos en la noción de persona. Leibniz afirmó que “la palabra ‘persona’ denotaba la idea de un ser pensante e inteligente, capaz de razón y de reflexión, y que podía seguir considerándose a sí mismo como él mismo, aunque pensara en distintos tiempos y en lugares diferentes”. Los pensadores modernos emplearon, además, en su tratamiento de la noción de persona, elementos psicológicos y éticos. Actualmente existe una distinción, subrayada por muchos pensadores contemporáneos, entre la noción de individuo y la de persona. Las razones de esta distinción son varias. El término ‘individuo’ se aplicaría a una entidad cuya unidad, aunque compleja, es definible negativamente: algo, o alguien, es individuo cuando no es otro individuo. El término ‘persona’ se aplicaría a una entidad cuya unidad es definible positivamente y con elementos procedentes de sí misma. El individuo está determinado en su ser, mientras que la persona es libre. La contraposición entre lo determinado y lo libre como contraposición entre el individuo y la persona fue elaborada especialmente por filósofos que insistieron en la importancia de lo “ético” en la constitución de la persona. Así ocurrió con Kant, que definió la persona como “libertad e independencia frente al mecanicismo de la naturaleza entera, puesto que ella misma es la que se da a sí misma leyes puras prácticas establecidas por su propia razón” (K. r. V.). La persona, en cuanto “personalidad moral”, es para Kant “libertad de un ser racional bajo leyes morales”. En algunos casos, los elementos éticos que Kant subrayó en la noción de persona se hicieron de nuevo “metafísicos”. Tal sucedió en Fichte, para quien el Yo no es sólo persona, un centro de actividades racionales, sino también, y sobre todo, es un “centro metafísico”, “fuente” de actividades “volitivas”. La aportación de Hegel a este respecto es, mucho más que sugerente, el nudo de la cuestión: para Hegel el ser-para-sí (el individuo) es un átomo incomunicable e impenetrable, pero en tanto que se concibe a sí mismo como un individuo autónomo, frente a todo tipo de alteridad, es persona (Fenomenología del espíritu). Pero también, como sigue Hegel, el esclavo puede sentirse, tanto para los demás como para sí mismo, como persona. Esto es porque su reconocimiento como persona es otorgado, pero no adquirido, y sólo en la coincidencia de la autonomía y de la negación de la exterioridad (mediante la propiedad y el trabajo) en un mismo sujeto podrá hablarse con sentido de “persona”. Después –añade- es únicamente en el estado de derecho (Rechtzustand) –cuya contextualización histórica viene dada ya por el mundo romano- donde aparece, ya como espíritu, la persona propiamente dicha. Así, pues, la res pública (Gemeinwesen) es lo que hace al hombre ser persona, una abstracta universalidad en la que todos los individuos “cuentan” y “valen” igual. En El puesto del hombre en el cosmos Scheler (1874-1928) escribe que el hombre es capaz «de desvincularse del poder, de la presión, del vínculo con la vida y de aquello que le pertenece». En este sentido, es un ser espiritual, que ya no está atado a impulsos inmediatos, sino que está esencialmente abierto al mundo. La persona no es el “yo trascendental”, una hipóstasis, sino un individuo concreto, unidad orgánica de un sujeto espiritual que se sirve del cuerpo, en calidad de instrumento, para llevar a la práctica determinados valores. Además, para Scheler, la persona se halla originariamente en relación con el “yo” del otro. Tal relación abarca desde las formas inferiores de vida social hasta la culminación, consistente en la relación de amor (masa, que surge del contacto emocional; sociedad, que nace de un contrato; comunidad vital o nación; comunidad jurídico-moral (Estado, escuela, círculo de ideas); y comunidad de amor (Iglesia). Para Mounier (1905-1950), el representante francés del personalismo comunitario, mi persona no es la conciencia que yo poseo de ella. Cada vez que llevo a cabo un acto de constatación de mi propia conciencia, lo único que constato son fragmentos efímeros de individualidad. En la filosofía social de finales de siglo XX el economista estadounidense James Buchanan (1919) introduce un nuevo concepto de persona basado en la propiedad. Buchanan distingue entre lo que él denomina “anarquía real” y “anarquía ordenada”. La anarquía real está caracterizada por la ausencia absoluta de acuerdo y respeto por lo que es propio de los demás; se trata de la guerra de todos contra todos que Hobbes describe como “estado de naturaleza”. Para superar esa anárquica guerra de todos contra todos, surge la necesidad de definir y hacer que se respeten los límites de actuación de los individuos, límites que vienen marcados por el derecho de propiedad, que es lo que define, para Buchanan, a la persona. Los límites de la acción de todos los individuos son infinitos, dentro de un ámbito en el cual cada cual es dominus, señor, es decir, hombre libre y capaz de autodeterminación. Se es persona en el marco de la ley y siempre a partir de un derecho reconocido a hacer ciertas cosas. La persona es, pues, un concepto legal. Un concepto de persona distinto a éste es el que defienden los representantes de la ética discursiva (Apel y Habermas). Aquí, el sujeto (la persona) no aparece como un observador, sino como un hablante que interactúa con un oyente. La apertura a la alteridad y el rechazo del individualismo solipsista son entonces radicales: yo aparezco como un alter ego, de modo que la conciencia de mí mismo ya es un fenómeno generado comunicativamente.

jueves, 21 de febrero de 2008

La oralidad en la escritura: reflexión de una pupila de Ángel Gabilondo

Empecemos nuestra exposición con una pregunta: ¿ habla la escritura?. Y si lo hace, ¿en qué sentido podemos afirmar esto?

Dentro de la retórica sabemos que un discurso siempre está orientado a un determinado auditorio. En este sentido, admitimos que tal discurso está abierto hacia lo otro, hacia el otro o hacia los otros: un espacio lleno de otros como yo que entienden, juzgan lo conveniente o lo inconveniente, sopesan ventajas e inconvenientes y, sobre todo, atienden, o por lo menos acuden a reunirse allí, al calor de la escucha. En la retórica se da un arte del discurso precisamente porque el orador se interesa por el asentimiento de su auditorio (1); no entraremos en la cuestión de si el tratamiento con respecto a ese auditorio es ilegítimo o no, y tampoco nos ocuparemos de si ese auditorio ha de ser competente o, por el contrario, no serlo.

Y ahora preguntémonos: ¿Es que sólo la retórica concede el lugar de la oralidad a la escritura? La respuesta es no, ya que existen otros tipos de discurso que, sin la finalidad de persuadir y convencer, son capaces de generar una aptitud activa en el interlocutor o, si se quiere- en el caso de tratarse de un escrito, una novela, un ensayo o un poema- en el lector.
Esta actitud activa que el lector adopta, puede que en principio no sea susceptible de cambiar o de modificar lo que hace que esa novela sea tal, que esté acabada, editada. La conclusión –en el sentido de acabamiento-, la edición, la portada del libro, las notas a pie de página, etc., son muchas de las decisiones relevantes que hacen que una obra escrita esté terminada, sea en prosa o en verso (2), pero no lo son todas.
Suele decirse a menudo que el escritor es el que dona, cede, presta, al lector, y que éste es algo así como un receptáculo en el que todas esas donaciones y prestaciones se vuelcan. Pero el lector no siempre tiene este papel pasivo, a decir verdad, nunca es así; también defenderemos que el escritor, para producir, en muchas ocasiones, escribe una historia donde cuenta con el lector como una condición más de posibilidad de la misma. Esto es, que utiliza al lector mismo como un recurso para la escritura, con el lector adquiere un determinado papel para la obra escrita que tiene en sus manos, dando la impresión de que sin él esa obra no sería algo realmente con sentido. Y es que, aunque un escrito siempre demanda un lector o unos lectores, se suele decir a menudo que un escrito, una vez concluido, se cierra herméticamente, desapareciendo el universo de indeterminación, subjetividad, emotividad, que le pertenecía de suyo al autor como individuo particular.
Que el escritor arranque de su universo particular lo relevante, o mejor, lo pertinente, para hacerlo historia, novela, ensayo, o poema, no quiere decir que desde ese instante pase a ser ni el despliegue de la propia subjetividad que se organiza a sí misma en frases que describen sentimientos y estados de ánimo, ni que esas frases (3) pasen a ser pertenecientes de forma exclusiva al lector, separándose por esto de una manera tajante con el autor.
En realidad es las dos cosas al mismo tiempo. El escritor escribe, dotando de sentido ciertos sentimientos, pensamientos, experiencias, configurando a partir de éstos un universo de significación, pero no por esto ha de estar necesariamente cerrado; puede que el escritor prefiera dejarlo abierto por considerar que de esta forma queda aún más concluido, y esto es únicamente decisión suya. Puede que también el autor prefiera contar con el lector, ya sea para concluir su obra, ya sea para dejarla siempre abierta, y puede contar con el lector de diversas maneras.
Si la obra acaba estando terminada, entonces cuenta algo sin más, esto es, que al leerla ella habla por nosotros los lectores, que ya sojuzga moralmente lo correcto y lo incorrecto de las acciones de los personajes, o que incluso, como ocurre en las tragedias griegas, pretenda hacer patente la angustia de cualquier decisión vital.
En las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides se cuenta algo, es obvio que el lector aprende de ellas, pero en sí mismas sustentan una cosmovisión que nos hace comprender un poco más tanto el mundo griego de la antigüedad como el nuestro. Ellas son una suerte de manifestación de una concepción del mundo que podemos comprender al leerlas: ellas por sí mismas dicen algo, lo que no quita que dejen de dar que pensar cuando concluye la lectura.
Miguel de Unamuno utilizó el nuevo género de "nivola" para dar nombre a una novela en la que el personaje pasa a dirigir la obra y el autor pasa a ser un personaje, como se ve sorprendente claridad en “Niebla” (4). En esta espectacular y divertida novela el pobre personaje Augusto no está dispuesto a tolerar que se le trate como a un personaje "pelele", al igual que Unamuno tampoco quiere resignarse a esclavizar su gusto novelístico a un mero despliegue de un carácter aburrido, como lo es el de Augusto. Y es que un buen escritor también tiene derecho a aburrirse de un personaje y del carácter que se le va conformando de acuerdo al transcurso de los hechos.
Hay otras formas más originales para despertar en el lector una participación imprescindible, pensemos en el cuento de James Joyce titulado “Los muertos” (5), gran parte del cuento transcurre en la casa de las tías de Gabriel, se organiza una cena de Navidad, diversos familiares se reúnen para charlar. Es una auténtica puesta en común de las costumbres dublinesas. Parece que el cuento acabará con el final de la cena pero, mientras todo el mundo se prepara para irse, la mujer de Gabriel se detiene en las escaleras porque oye una música que alguien está tocando al piano, este es el punto inflexivo del cuento. Da la sensación de que el cuento no había empezado hasta ese momento, o al menos, que ese momento es la justificación de lo tedioso de las aburridas conversaciones burguesas de la cena.
Aquí, el lector aún no está preparado para darse cuenta de que el cuento se ha transformado. Cuando finalmente llegan a casa, él la encuentra a ella triste y le pregunta qué le ocurre, ella está tumbada en la cama y él desvistiéndose. Ella le habla de un antiguo novio de la infancia que estaba enamorado de ella, era un chico frágil y de salud delicada, y le dice a Gabriel que al oír la música en la casa de sus tías no ha dejado de pensar en él. Ese joven que murió una noche de lluvia debajo de la casa de ella, mientras la esperaba a ella, debido a su delicada salud.
Aquí viene la interpretación del lector, ya que nada de esto se cuenta en el cuento: ella no es feliz en su matrimonio, siempre estuvo enamorada de aquél joven que murió por ella, y Gabriel, durante un monólogo que cierra el cuento en el que describe la noche lluviosa bajo los edificios, comprende que nunca la hizo feliz.
Joyce es heredero de Chèjov y Maupassant, escritores y maestros del arte del cuento, pensemos en “El Horla” de Maupassant, donde el lector ha de interpretar más de lo que el cuento dice. En realidad, "El Horla" es la historia de los síntomas y consecuencias de una enfermedad. Lo sorprendente de este cuento es el ambiente mistérico, que parece ser el protagonista del cuento.
Por último, citemos “Bartleby el escribiente” de Herman Melville (6). Al final del relato parece que lo que allí se describe no son las anécdotas de un hombre que contesta a todo: "preferiría no hacerlo", ni el ambiente de inexplicabilidad que rodea a sus compañeros de trabajo y a su director, que no saben como proceder ante esa actitud de negligencia, sino que parece más bien un enfrentamiento del director que narra -aquel que se presenta al comienzo de la novela- con su propia alteridad. Extrañamente, se trata de una alteridad irreal, fantástica y aterradora: su otro-yo, pero desgraciadamente proyectado desde el miedo a "ser nadie", cuyo producto es Bartleby.
Ésta es una interpretación sugerida por un amigo, no obstante, y con un análisis más cuidadoso, resueltamente plausible: es la historia del enfrentamiento con una enfermedad de desdoblemiento del yo, proponiendo a ese alter-egor como excusa o pretexto literario, quizás con el motivo de "redimir" la miserable personalidad del director, que persigue a Bartleby como una sombra, para finalmente librarse de él.

Con esto, espero no haber dicho mucho ni tampoco demasiado poco de este tema; sin embargo, creo haberle asignado con justicia al lector el papel imprescindible que aporta a la producción literaria, así como la importancia del dar qué hablar de la escritura. A menudo, como dice A. Gabilondo: “narramos historias de las no nos consideramos plenamente autores y en las que quedamos, a la par, asimismo narrados. Somos (...) en busca de relato, de aquél olvidado que nunca tuvo lugar. Y ello nos permite ser cada uno, ese pronombre fascinante que atisba y reclama justicia” (7).


Notas:

(1). “El orador pretende lograr el asentimiento de su auditorio y, si se da el caso, incitarle a actuar en el sentido deseado. En este sentido, retórica es a un tiempo ilocucionaria y perlocucionaria”, En “Retórica, poética y hermeneútica”, de Paul Ricoeur. En la obra titulada “Horizontes del relato. Lecturas y conversaciones con Paul Ricoeur”, edición al cuidado de Gabriel Aranzueque. Ed. Cuaderno Gris, Madrid, 1997. Pag.81.
(2). Esta distinción será relevante tanto en el papel del escritor como en el del lector. Aquí el lector y su tarea de participación es más libre en cuanto a interpretación. No desarrollaremos el tema en la exposición.
(3). El tema no se limita a las frases única y exclusivamente.
(4). “Niebla”, de Miguel de Unamuno. Ed. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1986-1997. Quinta reimpresión de 1996, revisada en 1997.
(5). “Dublineses”, de James Joyce. The Estate of James Joyce, 1967. La presente edición al castellano traducida por G. Cabrera Infante, Editorial Lumen, Barcelona, quinta edición de 1993.
(6). “Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville”, seguido de tres ensayos de G. Deleuze, G. Agamben y J. L. Pardo. Versión castellana de José Luis Pardo, traducción de Bartleby el escribiente por José Manuel Benítez Ariza. Ed. Pre-textos, Valencia, 2001.
(7). De la introducción de Ángel Gabilondo a “La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido” de Paul Ricoeur. Presentación de Ángel Gabilondo y traducción de Gabriel Aranzueque. Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, Arrecife Producciones, S.A., Madrid, 1998. Pag. 12.



BIBLIOGRAFÍA

- Bloom, Harold (2000): How to Read and Why Scriber. Harold Bloom, Nueva York, 2000. Título en castellano: Cómo leer y por qué, traducción de Marcelo Cohen. Ed. Anagrama, S. A., Barcelona, 2002.
- De Unamuno, Miguel: Niebla. Ed. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1986-1997. Quinta reimpresión de 1996, revisada en 1997.
- Joyce, James: Dublineses. The Estate of James Joyce, 1967. La presente edición al castellano traducida por G. Cabrera Infante, Editorial Lumen, Barcelona, quinta edición de 1993.
- Melville, Herman: Bartleby el escribiente. En el libro titulado Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos de G. Deleuze, G. Agamben y J. L. Pardo. Versión castellana de José Luis Pardo, traducción de Bartleby el escribiente por José Manuel Benítez Ariza. Ed. Pre-textos, Valencia, 2001.
- Ricoeur, Paul: La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Presentación de Ángel Gabilondo y traducción de Gabriel Aranzueque. Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, Arrecife Producciones, S.A., Madrid, 1998.
- Ricoeur, Paul: Retórica, Poética y hermeneútica , traducido por Gabriel Aranzueque en la obra titulada Horizontes del relato. Lecturas y conversaciones con Paul Ricoeur, edición al cuidado de Gabriel Aranzueque. Ed. Cuaderno Gris, Madrid, 1997. Pag.81.

viernes, 1 de febrero de 2008

Ritualizar el absurdo: Henry Miller y Julio Cortázar

QUISIERA TRAZAR UN VELO
ENTRE VOLUNTAD Y HASTÍO,
ENVENENAR UN ANTÍDOTO
RITUALIZAR EL ABSURDO

Escritores como Henry Miller y Julio Cortázar adoptan esta fórmula para hablar del presente que les toca vivir. El primero hipotetiza un mundo inexistente que le sirve para entrar dentro de unas reglas de juego en las que se vuelca, pero no para existir, sino para experimentar desde otro lado, desde una intersubjetividad plenamente aislada, fuera de todo tiempo.
Julio Cortázar parece más humano en este sentido, es imposible caer desde ese presente en el que se mueven piezas a gusto de cada uno sin tener la sensación de no estar viviendo realmente, para vivir al día no basta sólo con llevarlo todo hasta el extremo de una reflexión que se impone desde arriba, desde afuera, desde lejos, hay que compartir con el otro esas sensaciones, pensamientos, sentimientos, para que uno se sienta realmente que es, que actúa, que vive y que piensa. Si Miller se deja arrastrar en el mundo como un fantasma, Cortázar se pone frenos, aterriza en el mundo, se cae y se levanta, y así sucesivamente.
En Trópico de Capricornio lo sexual salva a H. Miller de un alejamiento feroz del mundo, en Rayuela de J. Cortázar es el mundo del pensamiento el que se ve amenazado por la presión de cada decisión mínimamente vital, es decir, la personalidad frente a las experiencias nuevas que la obligan a mantenerse abierta, incompleta, rota por los costados, la personalidad como una sartén sin mango.
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miércoles, 23 de enero de 2008

Algunos apuntes sobre la filosofía de Francis Fukuyama

CONTAR DESDE LA AMABLE DISTANCIA
UN TIEMPO PARA LA FORTUNA,
UN PUNTO DESDE EL QUE CONQUISTAR
AÑOS ENTEROS DE SUFICIENCIA HUMANA.


Se tiene la idea de que el presente es capaz de abarcar el futuro, de explicarlo y asumirlo como un fenómeno, de apropiárselo. A cambio, el futuro le prometerá al hombre una explicación de la totalidad acontecida que fue el presente.
Nos queda ante esta verdad una extraña sensación de vacío, la capacidad del hombre para explicárselo todo se queda sola, en medio de un desierto sin dimensiones, y esto es porque la racionalidad ya no tiene el suficiente grado como para motivar la capacidad humana para dar cuenta de su medio. El criterio racional que todo lo quería absorber en la Ilustración, esa innovación racionalizadora, se ha desplegado durante dos siglos que han luchado conscientemente por su causa.
La triste historia del hombre se representa en esta incapacidad racional para tomar el presente y proyectarlo hacia el futuro, es decir, en la capacidad de la razón para explicar los hechos.
Francis Fukuyama señala el ensusiasmo engañifo que sustituye a esta estafa racional, plagada de contradicciones y paradojas, producto al mismo tiempo la ilusión de un lenguaje plagado de sentidos y referencias, de fenómenos y hechos que garantizan la preservación de la materia y de su forma de proceder.
Recordemos la distinción entre materia y forma de Aristóteles, pero recordémosla teniéndola presente, de lo contrario el lenguaje nos engañará y lo hará porque él mismo no es capaz de ofrecer lo que le exigimos, a saber, la total asunción de lo material. Para dar cuenta mejor de esta distinción pensemos en el lenguaje como subsunción, entendamos que su función es parecida a la función del concepto con respecto al objeto: el concepto subsume, reduce, acota, recorta, el objeto, con el objetivo de dominarlo, y esta es la función – si se me permite – estructurarial del lenguaje, sabiendo además que se trata de un símil, porque no podemos tratar como dos relaciones iguales las que se dan entre el objeto y concepto y entre el objeto y el término lingüístico que lo refiere (B. Russell).

La actividad sustitutiva de la engañifa racional según F. Fukuyama es la actividad lúdica, durante la cual la sensación del tiempo y el espacio se modifican, se virtualizan, se llevan al terreno de la imaginación que se distrae y se distrae infinitamente en un determinado y corto periodo de espacio y de tiempo. Imaginemos esas grandes salas llenas de jóvenes jugando a videojuegos, programados a unas resoluciones de imagen cada vez más parecidas al mundo real y con una complejidad que amplía cada vez más la sensación de acción libre del sujeto que interactúa en esas reglas de juego.

¿Cabe pensar en alguna decisión a este respecto? En realidad se tiene la duda de que haya que buscar alguna solución. La técnica avanza a pasos tan enormes que es imposible entender sus topes, si los tiene.
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domingo, 20 de enero de 2008

Supiste una vez de una canción verde

Supiste una vez de una canción verde,
Notas azules y ritmo estrellado.
Nubes llenas de recuerdos y abrazos
Tardíos sueños, imposibles de vanos.

Entonces llegaste, delgada y fría,
Tiraste del fruto del árbol sereno,
Tirabas con fuerza, rabia, anhelo,
Llenabas de ceguera tu alma de hielo.

Silbabas entonces una melodía triste,
Morada, gris, azul, como el cielo,
Más ya no quisiste ver más, sin remedio,
Te llenaste de soledad y de cristal negro.

Supiste al menos de una canción verde,
Con notas alegres y ritmo esperado,
De caminos abiertos, vivos, acicalados,
Preciosas piedras y cantos rodados.
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jueves, 17 de enero de 2008

Lo mejor de nuestro tiempo

Hombros pesados, cabezas de hierro,
Forjan con la mirada quieta, estupefacta,
El mañana de los mismos días sin promesas.

Herraduras con clavos de viento y de luz,
Aplastan entre la tierra voces de azúcar y caña,
Dilapidan, mezclando sudor y cemento de arena
Otras cabezas, fantasmas de viento y luz, que sopesan.

Sueños que se desvanecen y se exageran,
Caminos del alma que se estiran o envenenan,
Dos o tres propuestas que desaparecen bajo la tierra.

Y estos son los días afortunados, futuros prometidos,
Que sin amenazas ni tragedias, parodian las existencias
Y los hombros pesados se cargan hasta perder fuerza,

Mientras, las cabezas de hierro, sin aliento ni esfuerzo,
Imponen eso que se llama lo mejor de nuestro tiempo.
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martes, 15 de enero de 2008

Poema: Cómo ser

Cómo distinguir, como ser,
Cómo vivir, y compartir,
Como lograr, y fracasar,
Como perseguir.

Añorar.

Cómo sentir o falsear,
Cómo tropezar al caminar,
Cómo desde la nada inventar,
Cómo Construir un sueño.

O una Verdad.
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lunes, 14 de enero de 2008

Poema: Quiero hablar


Quiero hablar lejos,
desde la distancia,
hablar como un eco
que traiciona la estancia.

Quiero hablar despacio,
sin ritmo, con silencio,
hablar para recordar
que una vez hablé
con el corazón y el sentimiento.

Hablar para descansar,
para comenzar otra vez,
para respirar con el pecho

Hablar para olvidar
lo difícil que es hablar
desde tan lejos.

Algunos apuntes sobre el sentido de la Filosofía y de la Historia...

Pensamos sobre el estado de la filosofía en la actualidad. La historia de la filosofía ha sido, en efecto, como cualquier otra historia, una historia contada por hombres, que necesitaron narrarse unos a otros lo que les había “sucedido”. Cuando un hombre le cuenta a otro algo que despierta su atención, inevitablemente ya se está produciendo algo extraordinario. Mas cuando aquél, ese que escucha, retiene aquello que le está siendo contado, y, es más, siente la necesidad de contarlo a otro, eso que se cuenta comienza a ser de alguna manera necesario (ya que comienza a ser de interés no sólo para uno, para un hombre, sino para muchos), pues se lo cuentan los unos a los otros con atención e interés. Esto puede ser, por ejemplo, porque ese contar es de cierta manera una expresión vital de sus vidas, necesaria, o útil, en el sentido menos preciso del término.

Pensemos que el hombre se ha ido contando cosas a lo largo de la historia, dentro de un tiempo cerrado y abierto al mismo tiempo: cerrado como producción instantánea y abierto como encaminado hacia el futuro. Es un hecho que el hombre ha necesitado de la historia de su pasado para vivir en el presente, y que cuando ese presente ha suscitado sentimientos de insatisfacción, se ha recurrido a las historias del pasado o a otras historias de los pueblos vecinos, con el fin de reconducir a su propio pueblo a una situación más favorable (también a historias del futuro, como lo hacen los americanos con sus profecías de la desaparición de la raza humana sobre la tierra).
Se recurre a espacios pensados, sean éstos del presente, del pasado, u orientados al futuro -tanto propios como ajenos- , porque éstos garantizan o albergan la posibilidad de una solución de discurso continuo en lo irresoluto, Son una promesa, algo en lo que se confía de pleno sin más.

¿Qué es lo que le sucede al hombre en la actualidad? ¿Qué le interesa contar a otros? El hombre moderno está cansado de los cuentos – y algo cansado de los mitos- y presume de haber conseguido una desmitologización de los mismos. Este hombre ha sido espectador de sistemáticos proyectos para la manipulación de fenómenos (razón ilustrada y revolución industrial), y ahora está sobrecogido por una romántica patología como consecuencia de la decadencia de las “comprensiones” y de las concepciones del mundo (del alemán Lebenswelt) omniabarcadoras. Aquí cabe la siguiente pregunta: ¿es por esto por lo que el hombre se aburre de los discursos cíclicos “atemporales” (“atemporales” por la sostenibilidad de su discurso durante siglos y siglos) de las grandes religiones de Occidente?

Si se ha pensado todo lo posible de la forma más exhaustiva posible, y pese a esto se han agotado todos los sistemas de pensamiento y todas las “fés”, el hombre se ha quedado a la deriva. ¿Puede salvarnos la filosofía, cuando la religión lo dejara de hacer? Si pudiera hacerlo, al menos ella exclusivamente (sin ayuda de la religión), sería pertinente buscar una solución desde la filosofía y su garantía de omnicomprensividad del mundo (de la naturaleza y del hombre).
Cabe, aquí, situar al hombre moderno entre dos tendencias: escéptica, porque se siente sujeto de una desconfianza basada en firmes fundamentos (lo que no tiene porqué ser así), y racional, porque tradicionalmente ha interiorizado como costumbre el aportar un entramado a lo que de por sí viene como una demanda del instante, instantánea. Pero como no puede volver a surgir un “escepticismo griego”, comprometido e implicado al máximo con una ontología y una actitud “con” el mundo (con la naturaleza y con el hombre), preferimos que el hombre adopte una actitud racional (que aboge por un discurso racional y omniabarcador) ante la realidad del mundo, antes que una escéptica (porque es fácil ser escéptico y no implicarse con la realidad de las cosas hoy en día). Podría tratarse de una racionalidad cautelar, como la de Descartes, pero sin dogmas ni intervenciones divinas (por qué no).

El hombre ha necesitado, a lo largo de la historia, el servirse de una complexión del mundo para comprenderlo.
La Historia del Mundo ha sido, y es, la unción de los numerosos avatares que le han sobrevenido al hombre a lo largo del tiempo. Es casi absurdo pensar que en esa historia está recogido todo lo sucedido, por lo que consideramos que puede darse otra actitud complementadora de esa “racionalidad cautelar sin intervención divina”: el saber, ser consciente, de que organizar un entramado de circunstancias es siempre un “sacrificio de lo inservible” en pos de una causa justa: comprender el mundo y poder habitar en él (como decía el bardo contemporáneo del lenguaje Heidegger). El medio está más que justificado por el fin.

Añado esta última idea para ir aún más lejos: como necesitamos atar al yugo fenómenos que, al modo de bestias indomables, amenazan con la pauperización de la “esencia” (la razón del ser de las cosas) y, con ello, la Historia queda amenazada a reducirse a meras exigencias momentáneas, meras contingencias sin ligazón, planteamos como presupuesto la necesidad de un adiestramiento de esta “racionalidad cautelar sin dioses” de acuerdo a un sentido común innato o segundo instinto de conservación de la especie humana. ¿Cuál podría ser esta tercera naturaleza humana?

Al ser inevitable asumir esta condición intencional de la razón hacia una búsqueda de unificación o sistematización fenoménica, llevamos el proceso a través del que operamos en esta salvaguardia de nuestra esencia a otro plano de abstracción más allá, a saber, realizamos la misma operación para todos aquellos relatos que con éxito han adiestrado ya antes una multiplicidad de fenómenos. El resultado es la regla de unión entre metarelatos como proyecto necesario de la razón por venir, es decir, la unión de la coyuntura entre espacios posibles -cerrados o abiertos-. Esta unión de grandes relatos es, una vez más, una solución de continuidad de estaa razón omniabarcadora -como “comprensión de comprensiones”-. Ella – esta razón- vuelve a crear y fundamentar (y con ello también de nuevo a legitimar su discurso racional) sistemáticamente la unción de los sistemas que han dado cuenta de la realidad del mundo de los hombres a través de la historia.

La razón cumple su misión, la de comprender la Historia, y la Historia no puede “librarse” de ella. También la Filosofía ha querido huir en ocasiones de sus garras (las de la Razón), y sin éxito. ¿Quizás sea porque la Filosofía no puede sobrevivir en el tiempo sin los sistemas de pensamiento? (y qué lástima, que los mejores sistemas hayan sido los de los filósofos racionalistas…)

domingo, 13 de enero de 2008

Un aforismo

Se conoce, quizás en un día,
toda la belleza en el mundo.

mas con la misma facilidad se olvida.

¿Qué extraño corazón es éste?
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El hombre nunca debe de ser víctima de sí mismo, ni de los demás, ni de su historia.

Primero, nos han engañado los instintos, luego las ideas y, por último, nos han engañado las interpretaciones. Pobres hombres. Han sido engañados. Y ahora están resentidos de su propio tiempo y ya no lo toman en serio, como si se pudiesen enfadar con la historia y darle la espalda una vez que ésta ha calentado motores.
Bien, pues pensemos un poco el mundo y lo que ha sido de él. Para pensar el mundo hay que ser hombres, nada más ni nada menos. Ahora, no hay dioses ni héroes, ahora sólo estamos cada uno de nosotros, pero cada uno de nosotros con los otros, con los demás hombres. Y, como somos muchos, tenemos que creer en nosotros.
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sábado, 12 de enero de 2008

Las tres de la tarde en Madrid

Se repite el ruido de una bocina, una y otra vez el viento avanza en su carrera inerme a ninguna parte. Voces reunidas, en una sintonía disforme, recorren la ciudad, dando un aspecto pictórico a esa tosca variedad de formas. Todos tienen algo que decir, también algo que íntimamente sienten y que no quieren contar. En los momentos en los que las bocinas no suenan ellos piensan, a ratos, en un mundo un poco más perfecto: que las cosas buenas duren y que las incómodas se vayan a otra parte.
Todos saben que hay maneras para ser más felices, pero la prisa no deja lugar a la estrategia, y demasiado a menudo el pensamiento necesita un lugar para recrear una soledad no siempre apetecible.
El borde de la acera aguarda a que el disco se ponga en verde para diluirse entre el mar mecánico de la Castellana, hasta que con un color gris asfalto el paso ligero se hace dueño de la ciudad. El cielo triste embelesa de una luz tenue los tejados de los edificios, aparcando entre rincones obsoletos el reflejo débil de un amarillo insinuante -otras veces de un blanco marfil-.
Ríos de gente con paso decisivo avanzan con letanía en direcciones imprevisibles, sin regla alguna ni aparente precisión: son todas esas personas que se desconocen, pero que afablemente caminan a una mínima distancia unas de otras (distancia que desataría cualquier sentimiento íntimo en cualquier otro contexto). Si el tiempo fuera más humilde con todos, podrían conocerse un poquito más.
Si la señora del rebosante abrigo de piel hubiera conocido al joven que nerviosamente pasaba las páginas del periódico, todo habría sido distinto. Por un momento, mientras ambos permanecieron sentados juntos en los asientos contiguos del vagón, entre las estaciones de Avenida de América y Goya, la señora acabó por odiar el reburbujeo que el joven se traía con el papel y la parafernalia que montaba con las páginas del diario. Acabó por coger rabia a que el joven le pusiera el papel casi en la cara. La señora no conocía al joven, pero le odió durante menos de diez minutos.
Si se contemplaba Madrid desde el cielo se podía ver todo un oasis, con palmeras de acero y arena de asfalto, con pequeñas hormigas que recorrían toda una estructura de metal repleta de juegos con el espacio. Así, desde arriba, era algo hermoso y frío al mismo tiempo. Estructuras largas y anchas, dibujos de líneas continuas que amarran la tierra y cortan dimensiones, figuras geométricas rectas. Todo esto bajo un cielo que tramaba un silencio indescifrable.
A las tres de la tarde una mujer, sentada en una mesa para dos, mira a través del cristal de la cafetería, mira a través de los edificios de bronce, a través del murmullo de gente a su alrededor. En realidad no ve nada porque sus sentimientos están más lejos que su punto de fuga. En el objetivo hay un hombre, un abrazo, un hasta el próximo día. A ella le hubiera gustado profundizar en aquella situación superficial, pero sencillamente hay momentos que no dan para más. Le parece que un sutil juego de instintos necesita de una comprensión, fugaz sí, pero también algo íntima. Es bonita, y necesita a un hombre. Pero no a ese. Ella no lo sabe.
A esa misma hora huele en la ciudad a café, a sándwich, a pincho de tortilla, a cigarros, a asuntos para distraer al resto y confundirse con él sin llamar la atención. Ser uno más, y solamente uno. Como es demasiado pedir, se suele pedir otro café. Por qué no salir mejor a la ciudad y enfrentarse a su repertorio de cláxones, vendedores de la once, fruterías en el paso, disonancia de escaparates, mendigos acurrucados en el suelo, metros abarrotados, hombres de chaquetas de cuero viejas merodeando sin rumbo, niños con pesadas carteras y uniformes de cuadros, y ancianos paseando por avenidas adornadas con filas de plátanos.
Por qué no salir allá y ver. Por qué mejor callar y volver al trabajo o al hogar. Por qué no llorar en medio de la calle por el mendigo, por qué no emocionarse con las escenas de amor de los jóvenes, por qué no hablar con el anciano, por qué no gozar frente al volante con tu disco favorito, por qué callar demasiado tiempo y entristecerse. Por qué no ser feliz.
La noche hace más entrañable la ciudad, la llena de una nostalgia risueña, otoñal, casi romántica. Mientras, aquella mujer añora el abrazo fugaz del hombre que conoció en una noche, y su nostalgia se hunde entre sus sábanas.